Trigueros Cervantes,
C., Rivera García, E. y De la Torre Navarro, E. (2012). La evaluación en el
aula universitaria: del examen tradicional a la autoevaluación / The assessment
in the university classroom: from traditional review to self-assessment.
Revista Internacional de Medicina y Ciencias de la Actividad Física y el
Deporte vol. 12 (47) pp. 473-491 Http://cdeporte.rediris.es/revista/revista47/artevaluacion303.htm
ORIGINAL
LA EVALUACIÓN EN EL AULA UNIVERSITARIA:
DEL EXAMEN TRADICIONAL A LA AUTOEVALUACIÓN
THE ASSESSMENT IN THE
UNIVERSITY CLASSROOM: FROM TRADITIONAL REVIEW TO SELF-ASSESSMENT
Trigueros Cervantes, C.1, Rivera García,
E.2 y De la Torre Navarro, E.3
1 Doctora en Educación,
Profesora Titular de Universidad. Facultad de CC de la Educación de Granada,
España, e-mail: ctriguer@ugr.es.
2 Doctor en Educación,
Profesor Titular de Universidad. Facultad de CC de la Educación de Granada, España, e-mail: erivera@ugr.es
3 Licenciado en Educación Física,
Profesor Titular Escuela Universitaria. Facultad de CC de la Educación de
Granada, España, e-mail: edltorre@ugr.es
Recibido 2 octubre de 2010 Received October 2, 2010
Aceptado 28 de marzo
de 2011 Accepted March 28, 2011
RESUMEN
La investigación que se
presenta nace desde las percepciones que los autores han ido construyendo de la
evaluación a lo largo de su experiencia, como docentes universitarios. Desde la
autoetnografía matizada por la reflexión colectiva que aportaría un modelo de
investigación en la acción, se describe el tránsito, desde una evaluación anclada
en modelos técnicos a un modelo sociocrítico basado en la democratización del
aula universitaria y la asunción de la responsabilidad del aprendizaje y,
lógicamente de la evaluación, por parte de los estudiantes. La reflexión se
cierra exponiendo cinco tesis que tratan de abrir una nueva mirada hacia una
evaluación diferenciada de la calificación, encajada en un proceso global,
democrática, en manos de los estudiantes, y, por supuesto, educativa.
PALABRAS CLAVE: Evaluación Formativa, Autoevaluación, Evaluación
Compartida, Educación Física, Investigación-Acción.
ABSTRACT
The research presented here comes from the perceptions that the authors have
been building the evaluation, along his experience as university professors.
From autoethnography tempered by collective
thinking it would provide a model of action research, describes the transition
from a technical assessment models and anchored in a sociocritic model based on
the democratization of the university classroom and assume the responsibility
for learning and logically evaluation, by students. By undertaken close reflections we scrutinised five theses that attempt
to take a fresh look at a differentiated assessment of the qualification, embedded in a global, democratic, in the hands of
students, and, of course, education.
KEY-WORDS: Formative Assessment,
Self-Assessment, Shared Assessment, Physical Education, Action-Research.
Siempre es más fácil mirar hacia fuera que mirar hacia el
interior de uno mismo. Los docentes universitarios -en general- solemos ser
grandes observadores de lo externo; lo escrutamos, analizamos, evaluamos e
incluso, nos atrevemos a ofrecer propuestas de mejora de la realidad objeto de
nuestro estudio. La formación investigadora -escasa- que hemos recibido, ha
estado fundamentalmente orientada hacia este cometido: la mirada externa,
olvidando que, nuestra propia realidad, es probablemente un excelente campo de
estudio, máxime si nuestro fin último –como es nuestro caso- es la formación de
docentes. El artículo que se presenta, ha optado por esta segunda senda y su
objetivo es enriquecer nuestra propia práctica desde la auto-reflexión sobre
uno de los grandes temas de la educación superior: la evaluación.
Historiando la experiencia que provoca
este artículo, tenemos que remontarnos al año 2001, donde un grupo de docentes
vinculados al área de Didáctica de la Expresión Corporal, nos embarcamos en un
proyecto de innovación docente financiado por nuestra universidad: “Reflexionar para innovar”. Este será el
punto de partida en el que comienza a emerger la evaluación de nuestros
estudiantes, como una de las mayores causas de insatisfacción del profesorado.
Manteniendo esta línea de trabajo, el anterior proyecto tiene su continuación
en el 2004 con otro financiado por la Unidad de Calidad para las Universidades
Andaluzas (UCUA) que bajo la denominación de: “Hacia un modelo de profesor colaborativo desde el análisis de las
tareas docentes: una experiencia interdisciplinar”, mantiene la línea
anterior, enriqueciendo la visión hacia un trabajo en colaboración, no sólo
entre el profesorado, sino ampliando la mirada al alumnado. Pero el punto de
inflexión se sitúa a partir del año -2006- momento en el que los tres docentes
implicados en esta experiencia decidimos dar un giro definitivo a nuestras
prácticas de aula y orientarlas hacia un modelo democrático y crítico, en el
que el alumnado se sitúe en el eje del proceso de enseñanza y aprendizaje
(Fernández Balboa, 1993, 1995, 1997, 2004; Flecha, 1997; McLaren, 1999; Muros,
2004). Este nuevo punto de partida se canaliza en un proyecto de innovación
docente financiado por nuestra universidad: “Desde la autonomía a la colaboración en los procesos de aprendizaje del
alumnado universitario”, a partir de él, comenzamos a reflexionar sobre el
giro que hemos dado a nuestra práctica de aula, profundizando de manera
especial en las percepciones de los estudiantes que pasan por el proyecto: “Formar personas; formar docentes”
(Rivera y De la Torre, 2005; Rivera, De la Torre y Trigueros, 2009; Trigueros,
Rivera y De la Torre, 2006). Desde hace tres años, este proyecto cuenta con
financiación del secretariado de innovación docente de nuestra universidad,
para evaluar la evolución de las percepciones de todos los que participamos en
él -estudiantes, becarios y docentes-, generando un debate crítico que lo
mantiene en constante revisión y adaptación a las demandas emergentes de cada
curso académico que pasa.
Transcurrida una década desde que
iniciamos el cambio de mirada, tenemos el presentimiento que esta dotación de
sentido no es nada inocente, y viene precedida por las percepciones que año a
año hemos ido construyendo cada uno de nosotros, especialmente movidos por la
identificación de unas experiencias poco convincentes en el desarrollo de los
planteamientos educativos puestos en práctica. Es ahora, desde el reposo que
ofrece toda una década provocando cambios, cuando pensamos que debemos echar la
mirada atrás y revisar la evolución de nuestras teorías implícitas en torno a
una temática que para nosotros ha sido clave a lo largo de todo este proceso:
el tránsito desde un modelo de evaluación en manos del docente, hacia la
autoevaluación, en el que todo el poder sobre la misma pasa al estudiante
(Fernández Balboa, 2003, 2005 y 2006; Fraile, 2003; López Pastor, 2004 y López Pastor, González Pascual y Barba, 2005).
Llegados a este punto podemos identificar con claridad
los dos extremos del segmento: la calificación y la autoevaluación. Anclados en
un modelo técnico y reproductor de lo establecido, nuestras primeras
experiencias con lo que llamábamos “evaluación” se centraban básicamente en
provocar un caudal de información, transformada a valores numéricos y
porcentuales, que desembocara finalmente en la emisión de una calificación.
Buscábamos poder comparar respecto a algo (criterio) o alguien (norma), más
habitualmente respecto a alguien. No seamos ingenuos, calificar significa
finalmente, ordenar, clasificar, jerarquizar y lo que es peor, perpetuar un
sistema que prima la individualidad sobre la colectividad, la verticalidad
sobre la horizontalidad.
Una vez sumergidos en el proceso de reflexión al que
anteriormente hacíamos referencia, comienzan a tomar cuerpo ideas, que no por
nuevas, si comienzan a remover nuestros cimientos. Propuestas que ya teníamos
asumidas en nuestro bagaje conceptual, como que evaluar significa tomar
conciencia del proceso que se ha vivido (Santos Guerra, 2003), germinan en
preguntas claves, como: ¿quién es el responsable de generar esta toma de
conciencia? ¿Es posible que nuestros estudiantes asuman esa responsabilidad?
¿Debe ser una responsabilidad compartida? ¿Quién debe tener el poder último de
la calificación?
La respuesta inicial a estas cuestiones la vamos a
realizar identificando el significado que otorgamos al otro extremo del
segmento. Para nosotros autoevaluar es facilitar a nuestros estudiantes que
hagan visible lo invisible del proceso de aprendizaje vivido; que tomen
conciencia crítica de su evolución como persona y como docente. Respecto a la
calificación –autocalificación en nuestro caso- solo pedimos a nuestros
estudiantes que la visualicen en positivo, que les sirva para posicionarse
dentro del grupo de pertenencia desde el respeto al otro.
Las diferencias entre ambos extremos quedan patentes. En
primer lugar en quién asume el poder de la evaluación; en el primer caso, la
calificación disfrazada de evaluación, queda en manos del docente, aunque, en ocasiones,
se maquille con pequeños espacios de participación del estudiante, nunca
decisivos en la nota final en cuanto a inclinar la balanza del suspenso al
aprobado. En la autoevaluación, las decisiones pasan a manos del estudiante,
quedando docente y compañeros en un segundo plano. En segundo lugar tenemos que
reparar en su presencia a lo largo del proceso. Una evaluación centrada en el
docente, se hace especialmente visible al final del mismo, aunque esto no
signifique que aflore en momentos puntuales. La autoevaluación traspasa todo el
proceso, estando presente de forma constante desde el inicio hasta el final.
Por último, la asunción de responsabilidades éticas y morales por parte del
estudiante es manifiestamente superior en los procesos de autoevaluación.
Pasamos del “me han suspendido” al “no he sido capaz de alcanzar los mínimos
para valorar positivamente mi proceso”. En definitiva, la diferencia
fundamental se sitúa en democratizar la evaluación, dejando al estudiante la
responsabilidad final de la toma de decisiones.
Con la finalidad de poder ordenar nuestras teorías
implícitas, creencias y percepciones de forma coherente, debemos hacer notar
que este artículo se aleja del modelo de investigación empírica (revisión de la
literatura, material y métodos, resultados, discusión y conclusiones) para ser
abordado desde las premisas epistemológicas, ontológicas y metodológicas que
conlleva un enfoque interpretativo, (Denzin y Lincoln 2000). Metodológicamente,
podríamos estar hablando de una investigación muy cercana al método de
Investigación-Acción colaborativa; pero al producirse el mestizaje entre
participantes e investigadores (coincidentes en este caso), pensamos que la
pertenencia al contexto social que se va a investigar y siendo los actores del mismo,
la autoetnografía, como método de trabajo, se ajusta mejor a los requerimientos
de esta investigación, ya que será el lugar en el que se cruzará el
investigador con lo investigado, rompiendo la lógica tradicional de los
estudios etnográficos (Alvesson, 1999; Denzin y Lincoln, 2000 y
Reed-Danahay,1997). Este cambio
de posición implicará una escritura en primera persona, provocando una mirada
particular de lo estudiado y no una simple representación de la misma
(Fernández, 1994 y Hammersley y Atkinson (1994).
Toda la información producida sobre el tema objeto de
estudio ha sido recogida básicamente de tres fuentes de información:
transcripciones de las reuniones mantenidas en cada uno de los proyectos de
innovación realizados; autoinformes reflexivos de los participantes y diarios
personales de los investigadores. Para sistematizar la información hemos
partido de las teorías sustantivas de los participantes (proceso inductivo)
siguiendo las pautas marcadas por (Glaser y Strauss, 1967) en su Teoría Fundamentada
y las propuestas de (Ruiz de Olabuénaga, 2003 y Strauss y Corbin, 2002) para el análisis,
descripción e interpretación de la información. El resultado final del proceso
ha sido la emergencia de cuatro grandes metáforas:
¿Cuál es el problema de la
evaluación?, ¿qué es lo que nos inquieta?, ¿por qué no estamos satisfechos? La
alarma se dispara cuando comenzamos a valorar la evaluación como espacio de
interrelación-interacción entre el alumnado y el profesorado. Esta nueva mirada
hace que nuestra percepción sobre ella cambie y nos facilite el descubrimiento
de una evaluación con una terrible falta de comunicación entre las personas que
participan de ella, provocando en simultáneo su instrumentalización. Es en este
momento en el que se enciende la primera luz y comenzamos a vislumbrar lo que
la evaluación esconde realmente: la naturalización de una nota desde
presupuestos de teórica objetividad y justicia, habitualmente basados en la
aplicación de porcentajes semi negociados con los estudiantes. Su contribución
al fomento de la “meritocracia”, sin
importar los medios que podamos utilizar, aunque en ocasiones estos atenten
contra los principios éticos y morales que debieran presidir la formación de un
docente. La exaltación del examen como ceremonia principal de todo el proceso,
merecedora de tiempos exclusivos y medidas especiales (aulas acondicionadas
específicamente para el acto, rituales de colocación de los estudiantes, normas
de inicio y finalización, etc). Todo esto nos sumerge en esa extraña sensación
que nos lleva como docentes a sentir satisfacción por el deber cumplido, una
vez cerrada el acta final de calificaciones (Fernández Balboa, 2003).
No cabe duda de que uno de los
elementos curriculares que más dificultades plantea en el desarrollo docente de
una materia es la evaluación. Su importancia reside en su finalidad: pretender
evocar un juicio acerca del valor de algo. Las maneras de realizar esa
pretensión está abierta a multitud de enfoques: análisis de sistemas, de objetivos
conductuales, el que prescinde de los objetivos, el estilo de la crítica de
arte, la revisión profesional, el cuasijudicial, el estudio de casos, etc,
(House, 1994); paradigmas
y modelos que vienen a ser elaboraciones idealizadas sobre la evaluación.
Siendo quizás en la evaluación, donde es más fácil ser incoherente con el
proceso de enseñanza-aprendizaje y donde es más difícil sostener una posición
que no “tire por tierra” el trabajo
realizado. No se debe olvidar que la forma de plantear la evaluación influye en
el diseño y desarrollo de las propuestas de desarrollo curricular; “la evaluación es el elemento central en el
sentido de que centra y orienta’ a los demás elementos, les reconduce y pone a
prueba su potencial educativo” (Fernández Sierra, 1994: 299).
La evaluación ha de ser no sólo un
acto conducente a poner una calificación final al alumnado, sino también un
proceso que motive y oriente el aprendizaje tanto de los docentes como de los estudiantes
(la evaluación ligada al carácter formativo de la educación superior y a la
mejora de quien en ella participan).
“Como parte del proceso formativo, la evaluación ha de
constituir el “gran ojo de buey”, a través del cual vayamos consiguiendo información
actualizada sobre cómo se va desarrollando el proceso formativo puesto en
marcha y sobre la calidad de los aprendizajes efectivos de nuestros alumnos.
Como parte del proceso de acreditación, la evaluación constituye un mecanismo
necesario para constatar que nuestros estudiantes poseen las competencias
básicas precisas para el correcto ejercicio de la profesión que aspiran
ejercer” (Zabalza, 2001: 266).
No podemos estar de acuerdo con estas
palabras, que tras el manto de entender
la evaluación como “proceso formativo”,
esconde los grandes problemas, que a nuestro juicio, llevamos sin resolver
desde hace décadas. Una evaluación centrada en el docente, orientada a primar
la “calidad” y la “eficiencia” pensando en la “acreditación” y cuya finalidad última
es garantizar que nuestros estudiantes cumplen con los requisitos marcados por
el mercado. En definitiva, una evaluación al servicio del sistema, acrítica,
técnica y por supuesto, con un alto nivel de objetividad para garantizar la
igualdad de trato entre nuestros estudiantes.
Estamos de acuerdo, tal y como plantea
(Santos, 1999), que la evaluación es una práctica compleja en la cual
intervienen multitud de factores y elementos (organizativos, afectivos,
ideológicos,...), que la hacen llena de problemas y paradojas. Además, hay que
tener en cuenta que, desde cada perspectiva del currículum, se defienden unos
principios generales de evaluación, (Fernández Sierra, 1994) y que, junto con
el término evaluación, encontramos tradicionalmente otros tales como
calificación, clasificación o control del alumnado, (Angulo Rasco, 1994). Otro
elemento añadido es que la institución universitaria tiene sus condicionantes y
formas de entender la evaluación con las que tenemos que “convivir”. Coincidiendo con Salinas (2002), la evaluación solo
mejorará si mejora la enseñanza y los aprendizajes, porque el valor de lo que
se hace o se deja de hacer en el aula no viene determinado por la calidad,
claridad y objetivos que perseguimos, sino por la calidad de los aprendizajes
que se generan:
“…
el qué, cómo, cuándo evaluar -[son] preguntas que parecen encerrar la
quintaesencia del ser de la evaluación, cuando en realidad son recursos
metodológicos que permiten ordenar el discurso sobre la misma- carecen de
sentido si antes no sabemos qué, cómo, cuándo enseñar, qué, cómo, cuándo el
alumno aprende y el contexto más amplio en el que se producen estos procesos”. (Álvarez, 1994:315).
2.1. LA EVALUACIÓN PUESTA EN CUESTIÓN.
LA INSATISFACCIÓN COMO PUNTO DE PARTIDA
El punto cero del
proceso comienza a partir de la primera reunión del proyecto: Reflexionar para
innovar. Se decide comenzar con una auto-reflexión de cada uno de los
implicados sobre nuestra práctica docente, especialmente poniendo el acento en
dos puntos clave: la metodología utilizada y la evaluación. Centrándonos en la
evaluación, a partir de la puesta en común de las auto-reflexiones realizadas,
se comienza a percibir un denominador común: todos los participantes sentían la
necesidad de superar los enfoques tradicionales otorgados a la evaluación,
especialmente aquel que la sitúa como mero instrumento para la comprobación
fiable y válida del grado en que el alumnado alcanza los objetivos previstos.
A pesar de tener
clara la dirección en la que caminar, el acuerdo en cuanto al camino más
adecuado para llegar al destino no estaba tan claro. Aparecen las
comparaciones, las dudas y los planteamientos divergentes entre los
participantes. Lo evidente en el grupo era el descontento que generaba la
evaluación; Sting (los nombres de Sting, Stewart y Andy son los nombres
ficticios de los participantes de esta investigación) lo pone de manifiesto en
una de sus primeras intervenciones “… para
mí es una asignatura pendiente lo de la evaluación, porque los cuatro años que
llevo de docencia universitaria es una búsqueda constante y un pegarme un
batacazo detrás de otro porque no doy con la fórmula” (Sting, reunión del profesorado 20/05/04). Comienzan a aparecer las
primeras contradicciones y el propio Sting reconoce que el examen no es la
mejor solución si se desea lograr algo más que mantener el control sobre el
grupo; reconoce que se produce una clara escisión entre sus intenciones, la
metodología y el instrumento de evaluación:
“Al principio utilizaba el típico examen y ya está,
porque así parece que la gente funciona mejor en la clase, pero luego me di
cuenta de que el planteamiento que yo hago de la asignatura que imparto y que
con mi forma de dar clase, un examen no me permitía valorar ciertas cosas que
yo pretendía que los alumnos desarrollaran.” (Sting, reunión del profesorado 20/05/04)
La ruptura entre
método y evaluación es patente, pero también se empiezan a hacer evidentes las fisuras entre las
intenciones del docente y la evaluación utilizada. Hay un claro interés en
hacer visible lo invisible, capacidades que se alejan de los ámbitos cognitivos
y procedimentales y se adentran en el ámbito afectivo y de desarrollo social.
Andy lo hace visible cuando reconoce que su “… problema es que no [ha] encontrado el
sistema para poder evaluar, no sólo competencias técnicas, sino otras
relacionadas con el saber ser y saber estar tan importantes en la figura del
docente.”
(Auto-reflexión Andy, 2004), esta búsqueda del “grial” es lo que provoca
en él es un sentimiento de insatisfacción constante y reconoce que “… siempre que pongo en marcha un sistema
de evaluación nuevo, aunque intento establecerlo claramente al principio, luego
tengo que retocarlo y perfilar,…” (Auto-reflexión Andy, 2004). ¿Dónde
está el problema? Básicamente en la falta de instrumentos objetivos que
garanticen una evaluación justa de las competencias vinculadas con el saber ser
y estar, así como con aquellas que, por su carácter sistémico, presentan mayor
complejidad a la hora de dotarlas de objetividad.
Tanto Sting, como
Stewart y Andy percibíamos la situación de contradicción en la que nos
encontrábamos, y a pesar de declarar que nuestras estrategias se orientaban
hacia la valoración de conocimientos en los tres planos “… instrumental, metacognitivo y
aplicativo. Y las actitudes que valoro en el alumnado son las activas, ….” (Auto-reflexión Stewart 2004). Se percibe un discurso vacío,
declarativo, de buenas intenciones, pero sin matizaciones claras, en especial
al referirse a las actitudes, donde el concepto “activas” pudiera aplicarse a múltiples
situaciones que al final quedarían diluidas en meras apreciaciones del docente
vinculadas a la presencia o ausencia del estudiante, su nivel de participación
en el aula o el número de veces que asiste a tutoría para dejar su imagen
impregnada en nuestra retina.
2.2. EL EXAMEN: SALVAVIDAS ESTRATÉGICO
Dentro de la
Educación en general no existe mejor camuflaje para conceptos como examen,
nota, calificar, … que la utilización del término evaluación. Un concepto que
entra con voluntad renovadora, al final es asimilado y transformado en un
sinónimo más de los múltiples que utilizamos para ordenar, clasificar y
jerarquizar a los estudiantes. Esta tendencia que va adquiriendo consistencia a
medida que avanzamos en el Sistema Educativo, cobra su máxima expresión en la
Enseñanza Superior, donde, debido a la tradición existente, el habitus imperante o la
falta de mejores recursos por nuestra parte, se ha institucionalizado la idea
de entender que “evaluar”, viene a ser la acción conducente a poner una calificación
final al alumnado (la evaluación ligada al carácter profesionalizado y de
acreditación que exige la Universidad), y no como una tarea cuyo objetivo es la
valoración del proceso de enseñanza y aprendizaje llevado a cabo (Fernández
Sierra, 1996).
Una de las formas en
las que se materializa habitualmente este acto es el examen. Éste, aunque
consistente en una prueba escrita, verbal, teórica o práctica, es un elemento
que nos crea insatisfacción debido a que no es una herramienta convincente que
refleje el nivel de aprendizaje adquirido, por eso se busca una conjugación del
mismo con otras tareas de alcance evaluativo.
“… este año les he dado tres opciones para poder
aprobar, la primera tenía en cuenta trabajos en grupo (ejemplificaciones
prácticas 10%, trabajo de investigación 20%), individuales (realización de una
comunicación 20%), autoevaluación (15%) y examen (35%), la segunda tenía en
cuenta un trabajo individual de investigación (40%) y un examen (60%), y la
tercera se lo jugaban todo en el examen.”
(Auto-reflexión. Sting 2004)
Con esto se consigue
cierta libertad al dejar al alumnado la opción de elegir cómo quiere ser
evaluado, se introduce un clima participativo que promueve la relajación y desdramatización
frente a la calificación final. Parcelamos la calificación para que sea más
digerible para el estudiante, contemplando la evaluación de otras competencias,
amén de las vinculadas a los aprendizajes conceptuales. Desde esta inocente
puesta en acción de una variada gama de instrumentos, lo que realmente estamos
escondiendo son los “… los remordimientos de conciencia que
tenía cuando hacía un examen, que aprobaba a todo Cristo bendito...pero porque
tu conciencia no se siente cómoda con ese sistema…” (Stewart, reunión del profesorado 10/09/05). Nosotros también
hemos pasado por ello, y hemos calificado, -que no evaluado- exclusivamente con
dicha herramienta; pero desde las auto-percepciones de unas experiencias poco
convincentes: La técnica del autoengaño, maquillando el examen con la
utilización de otras estrategias que lo arropen, no siempre logran la finalidad
de adormecer nuestros principios éticos, especialmente el de la equidad,
quedando una sensación agridulce hacia el nuevo modelo experimentado.
“… al final, a la hora de traducirlo en una
calificación sigue sin gustarme y cuando veo que hay gente que continuamente se
ha estado esforzando e implicando en clase y que luego flojea en alguno de los
aspectos anteriormente mencionados lo paso mal y le reviso trescientas veces
trabajo y examen para ver si me he equivocado. Claro, que soy consciente que
esto tiene ventajas para los que más se hacen notar en clase, frente a otros
que pueden ser más trabajadores pero pasan más discretamente.”
(Auto-reflexión Sting 2004)
Queda patente que el
examen, ante la insatisfacción que presenta la propia ejecución de la
evaluación, es una herramienta que funciona por mera inercia impositiva. Es por
esto que la disonancia cognitiva que genera en el docente no es lo
suficientemente potente, no provoca que transcienda hacia otros postulados, por
lo que al final, nos limitamos a efectuar combinaciones con otras formas de
recoger puntuaciones sumativas que ayuden a culminar el proceso de evaluación.
La evaluación requiere
que se sea justo, y esto equivale a dar a cada uno lo que se merece. Metidos en
esta concepción hay que tratar de diferenciar para luego aplicar los distintos
tratamientos. Cuando esto se produce estamos entrando en el juego de valorar
las competencias y esto entraña luchas por alcanzar los diferentes intereses.
Para el profesorado el objetivo es dictar una calificación lo más fiable
posible en relación al alcance de los requisitos planteados, para el alumnado
el objetivo es superar la asignatura sin tener en cuenta el valor de lo fiable,
porque fiable es dar, sin mayor vacilación y trasiego, aquello que se exige,
estableciendo un marcado carácter de dominación/sumisión al proceso de
evaluación.
Es difícil tratar a
todos por igual. Cuando se intenta dar soluciones distintas, se perciben
trampas que vuelven a indicar que se está nuevamente en un error de
planteamiento. Ofrecer distintos contenidos de examen, conlleva a percibir
cierta “traición” con respecto al aprendizaje de la asignatura, ya que en teoría
todos los estudiantes que la cursan deben de terminar sabiendo lo mismo.
“…para los que no asistían un examen final de los
contenidos teóricos y prácticos de la asignatura. Les preparaba un dossier de
documentos que me parecía que de alguna manera podían cubrir todos los
contenidos del programa para que ellos lo fueran estudiando poco a poco.”
(Andy, reunión del profesorado 10/09/05)
Cuando se trata de
valorar el conocimiento, el examen y la mera calificación, queda poco
convincente ante el logro de una conciencia educada hacia el “aprender a
saber”
y sobre todo cuando se apuesta por una serie de principios flexibles en la
adjudicación comprensiva de los conocimientos. Ahora el examen es también un
derecho del alumnado y el profesorado está obligado a realizarlo si así se
requiere, para lo cual se dan alternativas tales como no considerarlo como
único elemento de medida y darlo como una opción más a elegir u añadir.
“… normalmente la gente que se atiene a ese tipo de
evaluación pues se leen los documentos por encima, hacen normalmente un examen
malo; la verdad, no creo que le sirva para mucho, simplemente si aprueban
conseguir los créditos.”
(Andy, reunión del profesorado 10/09/05)
La concepción
instrumental de la educación hace que se siga repitiendo las pautas marcadas,
parece no existir caducidad en los conocimientos ni en las metodologías ni en
los regímenes pedagógicos acerca del saber/verdad. Se instaura una acción tan
mecanicista que impide cualquier apertura de ojos o transgresión docente tanto
en los niveles de transmisión de la docencia como en la adjudicación de las
competencias. Nosotros necesitábamos otras estrategias de enfocar la evaluación
porque “… los aprendizajes instrumentales cada vez sirven para menos, están
más asequibles en cualquier libro, en cualquier página de internet, o sea, que
lo que tienen que saber es que eso está ahí, cómo utilizarlo y para qué.” (Andy, reunión del profesorado 15/11/05). Es en este momento cuando se
comienza a percibir un cambio significativo; aparece el “para qué” del aprendizaje y junto a él la emergencia de capacidades vinculadas
al saber ser y estar, que precisan ser tenidas en cuenta en el proceso de
evaluación. La hoja de cálculo comienza a dejar paso a valoraciones no
cuantificables. Lo cuantitativo se comprime y comienza a dejar espacios para lo
cualitativo. La persona comienza a ganar espacios frente al sujeto.
2.3. LA AUTOEVALUACIÓN: ACCIÓN
CONTRA-EVALUATIVA
Al inicio, cuando historiábamos la experiencia vivida comentábamos que
sería a partir del 2006, cuando se produce el punto de inflexión. Esto no
significa que con anterioridad a esta fecha no utilizáramos la autoevalución
como herramienta evaluativo, (Rivera y De la Torre, 2003). Es a partir de este
momento cuando comenzamos a concretar la experiencia vivida en un modelo de
enseñanza y aprendizaje en colaboración con nuestros estudiantes. En este
sentido la evaluación no podría ser menos y pasa a ser uno de los ejes del
proyecto consolidándose en un modelo de autoevaluación. Esta nueva forma de
entender
la evaluación es un proceso complejo, arriesgado y ambicioso, en el sentido de
que el profesor cede su protagonismo y su capacidad de sancionar y de
controlar. Ahora es el estudiante el que asume el compromiso y la responsabilidad
de valorar su aprendizaje y por ultimo de autocalificarse.
Nuestro punto de partida: democratizar el aula desde el respeto a unos
principios básicos de igualdad, libertad, justicia y solidaridad que van a “filtrar” “ … el desarrollo de la
materia con todo lo que conlleva, es decir, qué estrategias metodológicas, cómo
planteamos los contenidos, cómo interactuamos en clase, cómo evaluamos, cómo
implicamos al alumnado, …” (Andy, reunión del profesorado
25/09/06). Pero no sólo nos va a preocupar que todo lo que ocurra en el aula
sea filtrado por estos principios, además tenemos que adquirir el compromiso de
provocar “… el estímulo
para que la gente se sienta libre y se exprese y actúe con libertad;
facilitando un estado de igualdad y procurando que no se produzcan situaciones
que erosionen la dignidad de las personas” (Andy, diario personal). Se trata de un
proceso supervisado desde el principio hasta el final, riguroso en sus formas
de planteamiento en la medida en que se muestra cuidadoso con sus finalidades y
que busca que la evaluación sea democrática, en el sentido que apunta (Álvarez,
2001) de contar con todos los protagonistas, no como sujetos pasivos que
responden, sino que reaccionan y participan en todas las decisiones que se
adoptan y les afectan.
Al inicio del
artículo comentábamos que la autoevaluación debe ser un eje transversal a todo
el proceso. Es decir, comienza el primer día de clase y finaliza el último.
Nuestro punto de partida comienza literalmente el primer día, momento en el que
les solicitamos que identifiquen “… con
qué vestimenta vienen, que experiencias de Educación Física traen, cuál es su
propia autobiografía” (Stewart, reunión del profesorado 25/09/06). Esta primera
reflexión pretende conducir al estudiante a plantearse su propio itinerario
dentro del proyecto y crecer en una doble dirección: como personas y como
docentes.
“... y después de un margen de exposición de la
asignatura y de consenso entre ellos y nosotros, van definiendo cuáles son sus
compromisos con las asignatura, van marcando su propio itinerario de formación
y lo van plasmando y le sugerimos que lo hagan de manera no ambiciosa sino con
los pies en la tierra, intentando subsanar aquellas cosas que para ellos
suponen lagunas del conocimiento y cuestiones en las que necesitan formarse.”
(Stewart, diario personal)
Es a partir
de este momento y con las herramientas que ponemos a su disposición para
facilitar el seguimiento del proceso
personal, cuando de forma sistemática, les pedimos que realicen una autocrítica
de su evolución y la compartan con nosotros y sus compañeros del grupo de
trabajo. Llegados al final del trayecto, es el momento de levantar acta del
trabajo realizado y los aprendizajes adquiridos. Para esta labor les
facilitamos, a modo de ayuda, un guión de autorreflexión que les ayude a
realizar “…
una revisión sobre qué ha aprovechado, qué ha aprendido y qué competencias ha
desarrollado, y a hacer una valoración personal de cuál ha sido su proceso” (Andy, reunión del profesorado 25/09/06).
Pero la conclusión
(evaluación) de un trabajo en colaboración no puede ser de otra forma que desde
la colectividad. Es por esto, que entendemos que cada uno de los que hemos
transitado por el proyecto, estamos en deuda con el grupo, por lo que es
preciso
“… hacer públicamente una reflexión de autoevaluación
de cómo él o ella aprecia ante sus compañeros cuál ha sido su proceso de
formación y lo valida en la medida en que han sido co-aprendices”
(Sting, reunión del profesorado 25/09/06)
Primero se
autoevalúa, se cuenta el camino recorrido, los éxitos y los fracasos obtenidos,
lo que ha quedado impreso en su memoria de futuro docente y como persona. Al
final se pasa a la autocalificación, aunque no creemos en ella como estrategia
de jerarquización, porque “… siempre hay elementos pícaros, hay gente que se
camufla, hay gente que se sobrevalora”
(Sting, diario personal). Intentamos que en nuestro proyecto se ponga a prueba
la dignidad de la persona, al tiempo que sean capaces de reconocerse frente al
otro y saber respetar su trabajo. No existe la posibilidad del factor
corrector, el poder está en manos del estudiante y en su conciencia actuar en
base a los principios que tanto hemos tratado de visibilizar. Sólo nos queda,
al resto de participantes, el derecho a expresar nuestra opinión, a hacernos
oír por el interesado, pero sólo él o ella tendrán en sus manos la posibilidad
de reconsiderar sus percepciones y asumir otra verdad o verdades diferentes a
la suya.
La autoevaluación
que proponemos precisa de personas interesadas en su propio autoaprendizaje,
por lo que hace mucho hincapié en intentar ofrecer todos los recursos posibles
para que se adquieran unas competencias pedagógicas imprescindibles para
colaborar en la formación de ciudadanos para el siglo XXI (Castell, 1997;
Delors, 1996 y Morin, 1999). Queremos docentes democráticos, que crean en una
enseñanza basada en enfoques dialógicos, marcados por las líneas definidas por
autores como Freire, Beck, Giddens o Habermas citados por (Flecha, 1999).
Dentro del desarrollo
de un planteamiento como este han surgido inconvenientes y dificultades porque
no todo el alumnado se muestra igual de plausible con el método de evaluación
diseñado:
“... hay alumnos que no rompen fácilmente la inercia
de que esa pelota esté en nuestro tejado, de que seamos nosotros los que
tengamos que ponerle un número, una valoración a su proceso, pero poco a poco
pienso que es una manera de madurar, de sentirse autónomo, de sentirse
independiente, y de pensar que aquí se viene fundamentalmente a aprender y que
la nota es una consecuencia y no es el objetivo que condiciona al proceso …,”
(Sting.
Reunión del profesorado 25/09/06)
Ya adelantábamos que
era un proceso arriesgado. En sólo un semestre no se pueden esperar cambios
radicales en nuestros estudiantes, una minoría si lo logran. La gran mayoría lo
que suelen vivir es la pérdida de la opacidad, causada por tantos años de
pedagogía venenosa, en torno a la evaluación. Comienzan a ser capaces de
percibir destellos críticos que antes les pasaban desapercibidos. Poco a poco
empiezan a tomar conciencia de que el proceso de aprendizaje es
fundamentalmente suyo y que por ende, la evaluación les debe así mismo
pertenecer.
“ ... en líneas generales a mí lo que me satisface es
lo que tiene de bueno este planteamiento, porque en el peor de los casos mejora
la mejor evaluación tradicional que yo haya podido llevar a cabo en toda mi
vida, entonces bienvenido sea el error por parte de quienes quieren mejorar y
romper la espiral de la evaluación y pedagogía venenosa de toda la vida si el
error está en el afán de cambio que no en el afán de repetir algo que a uno no
le satisface, porque cada vez que hablamos de este tema casi todos los que
reflexionamos decimos “tengo un pellizco siempre con esta historia, no controlo,
no estoy contento, no tengo la sensación de que sea realmente justo, no sé
hasta qué punto yo valoro o tengo derecho a valorar procesos que son muy
difícil de controlar”, y entonces nosotros entendimos que de forma coherente la
evaluación debía de estar dentro de otro proyecto y además estar en un sitio de
honor, porque preside desde el principio hasta el final aunque no sea
exclusivamente la obsesión de todo su desarrollo, pero sí una parte
importantísima.”
(Stewart. Reunión profesorado 25/09/06)
Así de contundente
se nos mostró el discurso sobre la autoevaluación como modelo alternativo y
abierto de evaluar el proceso de enseñanza-aprendizaje. Merecen la pena las
alternativas que conllevan una desviación y máxime cuando ésta se origina por
una experiencia pasada nada convincente. La autoevaluación se confiere como
modelo alternativo, contra-evaluatorio en la medida en que se re-inventa para
tratar de desmitificar la tradicional concepción de la evaluación, enfatizando
el carácter del aprendizaje antes que el del aprobado o el superar una materia
a través de la memorización de unos contenidos.
2.4. LA IMPLICACIÓN DEL ALUMNADO:
NECESIDAD PARTICIPATIVA
Nuestra apuesta es
que el alumnado se implique en su proceso de enseñanza-aprendizaje para que se enfrente
a una evaluación cercana, satisfactoria y educativa. Tenemos que hacerle
cómplice del proceso. ¿Cómo se consigue la complicidad?, ¿de qué forma se
transmite el acuerdo e idoneidad en las maneras de valorar el aprendizaje
realizado?, ¿cuándo hay que intervenir para evitar que la evaluación se
convierta en un mero trámite pasajero y burocrático?
Nuestra reflexión no
aparece exenta de dudas: “…
están trabajando, que les cuesta trabajo asistir a clase ¿no?, ¿cómo resolver
esa situación? ¿Les damos otra alternativa a estos alumnos?” (Andy, reunión del profesorado 25/09/06); en estos casos emerge el
sentido común que todo docente debe tener y dentro de la diversidad de
situaciones que hay que atender en nuestras aulas, la realidad es que para “vivir” un proyecto
hay que participar del mismo, no sirve la virtualidad. La solución: ayudar para
que el estudiante puede andar el camino de aprendizaje a su ritmo. Esto
significa que tendrá momentos de encuentro con el grupo y momentos de trabajo
en soledad, pero la posibilidad de aprender no creemos que sea exclusividad del
aula universitaria. Al optar por recorrer un camino diferente, nos obliga a
garantizar que, lo que podemos visualizar desde el día a día con el resto, en
su caso tenemos que hacerlo visible desde la aplicación de un instrumento de
evaluación ( en nuestro caso consiste en la visualización, análisis crítico y
aporte de alternativas a una secuencia de clase de educación física). Cuando
verificamos que los mínimos están cubiertos, pasamos a darle la oportunidad de
realizar un proceso de autoevaluación (en este caso sólo con el docente), que
desembocará en una autocalificación razonada y negociada.
Lo expuesto
anteriormente se traduce en tratar de ser lo más flexible posible, no dar nunca
una sola salida ni dar importancia a la asistencia sino a la aportación
realizada. La estrategia es crear “actitud para el aprendizaje” o el “aprender a
aprender”
que nos propone (Castell, 1997). En caso extremo, para los que no quieren
implicarse de ninguna manera tiene al final su derecho examen como “salida
legal”
para obtener una calificación de la asignatura.
La implicación pasa
por la libertad de elección y el desarrollo continuado de un proceso de
evaluación consecuente con las aportaciones realizadas y los recursos
ofrecidos. No se trata de implicar para pasar o aprobar una asignatura sino de
mostrar que se ha comprendido hasta lo más instrumental, por eso, es requisito
dedicar esfuerzo al análisis global de todo lo sabido, de aportar una opinión
formada, una respuesta convincente y relacionada con las líneas generales del
contenido impartido y construido durante todo el período de
enseñanza-aprendizaje.
4.
UNA SÍNTESIS CONCLUSIVA
En cualitativa decimos
que nunca podemos dar por cerrada una investigación, por esta razón más que
concluir, lo que abrimos son nuevas vías de aproximación a un problema que, por
su complejidad, requiere de múltiples miradas y no de soluciones únicas. Para
finalizar, vamos a abrir un espacio de reflexión en torno a cinco tesis finales
que pretenden resumir lo expuesto en el artículo. Tesis que, por otra parte,
escuchamos prolijamente cuando se habla de evaluación, pero que son escasamente
visibilizadas en la práctica evaluativa del docente universitario.
Evaluar
y calificar no son sinónimos de una misma práctica. Se precisa
delimitar la frontera entre el significado de evaluar y calificar. La
evaluación comienza desde el primer minuto del proceso de aprendizaje y se extiende
a lo largo del mismo de forma transversal apoyando todo el proceso. La
calificación nace y muere en momentos puntuales, haciéndose especialmente
visible al final del proceso. Evaluar significa facilitar a nuestros
estudiantes a que tomen conciencia de su proceso de aprendizaje; que
identifiquen dónde están sus fortalezas y cuáles son sus debilidades,
indicándoles y facilitándoles estrategias para solventar sus carencias. A
calificar nos obliga el sistema, para minimizar, incluso invertir, sus efectos
perversos. Desde el modelo en colaboración que practicamos, apostamos por un
enfoque normativo de la calificación.
Creemos en una calificación que facilite al estudiante reconocerse en el
grupo; hacer un ejercicio de responsabilidad y de respeto al otro desde la
puesta en valor de “común”.
La
evaluación ha de ser consecuente con el proceso formativo. Los modelos
tecnológicos en los que nos movemos habitualmente tienden a provocar una
planificación de la enseñanza parcelada, al estilo del “cadavre
exquis”
de Magritte (dibujo realizado entre varios autores, habitualmente de una figura
humana, partiendo de una hoja de papel doblada en abanico que impide ver la
parte realizada por los demás). Este dibujo magrittiano provoca partes
independientes con sentido, pero que, una vez vistas en conjunto, muestran una
persona habitualmente esperpéntica. Este mismo problema sucede habitualmente
con los procesos formativos universitarios. Se plantea una enseñanza en modelos
que, pretendiendo ser innovadores, facilitan la participación del estudiante,
el trabajo en colaboración, la primacía del proceso sobre el producto, etc.
Pero el último doblez del dibujo, en el que ubicamos la evaluación, se plantea
desde modelos tradicionales, donde prima el examen tradicional, adornados con
lentejuelas innovadoras (participación, trabajo individual, trabajo de grupo,
autoevaluación, etc). Nuestra apuesta de un proceso basado en la colaboración y
el traslado de la responsabilidad del aprendizaje al estudiante, nos obliga a desembocar en un último doblez basado en la
autoevaluación.
La
evaluación debe ser responsabilidad del estudiante. La apuesta
metodológica generada a partir de la
puesta en marcha del EEES pasa por primar el protagonismo del estudiante
en los procesos de aprendizaje. ¿Es posible trasladarle esta responsabilidad
dejando en manos del docente la evaluación? Pensamos que no. Si evaluar
significa tomar conciencia del proceso vivido, esta debe estar en manos,
fundamentalmente, del principal protagonista del mismo. El docente y los
compañeros han de quedar en un papel secundario. Tener éxito en esta empresa,
especialmente con estudiantes acostumbrados a ser juzgados, criticados,
guiados, corregidos, evaluados, calificados, etc, pasa por potenciarles desde
el primer momento una actitud crítica y reflexiva respecto a su proceso de
aprendizaje y el de los demás.
La
evaluación ha de ser democrática. El despotismo ilustrado: todo para el estudiante, pero sin
el estudiante, en el que ha estado (y pensamos que aún se mantiene en gran
parte) el modelo docente universitario, no es sostenible en una sociedad que
pretende poner en valor los principios que debieran regir la convivencia
democrática. Esta idea, trasladada al micro contexto de una Facultad de
Educación, cobra, si cabe, aún más valor. Una evaluación despótica dejaría sin
sentido todo el discurso de participación, responsabilidad y compromiso con su
proceso de aprendizaje que estamos demandando al estudiante. La autoevaluación
es un fiel reflejo de esta creencia y en ella, pretendemos que participen todos
los implicados: docente, estudiante, compañeros, dejando siempre en manos del
protagonista la última decisión, pero desde una actitud dialógica abierta a
todos.
La
evaluación debe ser educativa. Hay que desterrar la imagen de la evaluación como sanción
y potenciar la idea de una evaluación para la mejora. Aprender desde el error.
Sólo desde este cambio de mirada podremos desterrar, de nuestros estudiantes,
la percepción del docente como “enemigo” al que tienen que enfrentarse. Si nuestra principal función
es facilitar la formación de educadores para la Enseñanza Básica, quizás
debamos tomar conciencia que con la teoría no basta, es imprescindible una
práctica guiada por los mismos principios educativos que queremos que nuestros
estudiantes pongan en práctica en su futuro desarrollo profesional.
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Rev.int.med.cienc.act.fís.deporte- vol.12 - número 47
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